Jorge Álvarez Palomino | 16 de junio de 2020
El Gobierno ha endurecido la retórica clasista para neutralizar y deslegitimar cualquier protesta u oposición, achacándolas únicamente a los pijos. Bajo esta ridiculización se esconde una idea arraigada en la izquierda: los ricos no pueden quejarse.
En mayo de 1968, estudiantes franceses se rebelaron contra el Gobierno de De Gaulle protagonizando una algarada callejera que se extendió rápidamente por el país con huelgas, barricadas y cargas policiales. Mayo del 68 se ha convertido, con razón, en una fecha mítica de la historia, ya que es el nacimiento de la izquierda moderna, que actualizaba el caduco lenguaje de la lucha obrera con reivindicaciones de liberación sexual, feminismo y rechazo a la autoridad tradicionalmente establecida. Los estudiantes marxistas que se rebelaron contra el mundo heredado de sus padres (el más próspero y pacífico de la historia, por cierto, como demuestran los indicadores económicos de los años 50 y 60) eran en su mayoría «pijos», miembros de una élite universitaria de alto nivel intelectual y adquisitivo.
Sin embargo, cuando la izquierda evoca las imágenes de Mayo del 68, nunca parece preocuparle este aspecto ni piensa que las reivindicaciones que hicieron estos revolucionarios del bulevar sean menos legítimas por haber sido proclamadas en el céntrico Barrio Latino, en vez de en los arrabales parisinos.
En cambio, en las últimas semanas, el Gobierno de Sánchez-Iglesias ha endurecido la retórica clasista para neutralizar y deslegitimar cualquier protesta u oposición, achacándolas únicamente a los pijos, a las clases privilegiadas, que se manifiestan por egoísmo y capricho. Cuando las caceroladas se extendieron desde el Barrio de Salamanca a todo el país, el Gobierno y sus medios de comunicación no tardaron en crear un relato, el de «la revolución de los Cayetanos». Niños pijos, en fin, que golpeaban señales de tráfico con palos de golf porque no podían salir a los restaurantes ni ir de vacaciones. Un trato similar recibió Cayetana Álvarez de Toledo, a la que Pablo Iglesias llamaba despectivamente «señora marquesa» y de la que, recientemente, escribía Antonio Maestre en La Sexta que su problema es que viene de «un hogar de vencedores, ricos, y burguesitos de manicura y nariz empolvada».
Debajo de este discurso de ridiculización y cachondeo, sin embargo, se esconde una idea profundamente arraigada en el discurso de la izquierda: los «ricos» no tienen una voz legítima. La idea está en la misma concepción exclusivista que la izquierda tiene de la política. En lógica marxista, la clase burguesa es una clase parásita, no forma parte del «pueblo», sino que vive como un huésped aprovechándose de él. Por eso, argumenta la izquierda, no son realmente como nosotros, no son pueblo, y su voz y sus derechos no valen lo mismo que los de los demás. Ya lo señalaba Ortega y Gasset: «Ellos, los obreros, son, no una parte de la sociedad, sino el verdadero todo social, el único que tiene derecho a una legítima existencia política». Por eso, lo que transluce en las burlas de la izquierda es que los ricos, por ser ricos, no tienen derecho a quejarse.
Este discurso de estigmatización del rico va invariablemente acompañado de otro de apropiación del pobre. El recurso favorito era comparar las insolidarias caceroladas de los ricos con las colas en los repartos de comida de los pobres, como si fuesen dos Españas: la una, rica, caprichosa, egoísta; la otra, humilde, responsable y solidaria. Y como ya hemos visto que la primera no tiene voz legítima, el Gobierno se presenta a sí mismo como la voz de la segunda, el paladín que la defiende contra la opresión de los ricos. Para no perder el jugoso monopolio de la defensa de la clase obrera, la izquierda ha llegado al sinsentido de afirmar que reclamar la libertad para salir a la calle, cobrar un sueldo o ir al trabajo es, de repente, defender intolerables privilegios de clase.
Lo que hay en el verdadero fondo de toda esta propaganda es miedo. Miedo a la fuga de los obreros, que en los últimos años ha hundido a la izquierda en Francia, en Reino Unido y en EE.UU. Porque el discurso de la lucha de clases se está resquebrajando a nivel mundial conforme los trabajadores, cada vez más golpeados por la globalización y la inmigración, se dan cuenta de que la izquierda no los representa. La nueva izquierda nacida en Mayo del 68, esa izquierda de «pijos» preocupados por imponer el lenguaje inclusivo, los baños para transexuales y la diversidad racial en las películas, es cada vez menos creíble en su papel de vanguardia de la lucha obrera.
Ya en las últimas elecciones los municipios más pobres de España votaron mayoritariamente a Vox, aunque el Gobierno intentase silenciarlo. El proceso solo puede acelerar, porque la catastrófica crisis económica que va a resultar de esta pandemia se va a cebar no con los «Cayetanos» del Barrio de Salamanca, sino con esa clase obrera a la que el Gobierno dice representar. Por eso, cuando la necesidad vuelva a golpear los hogares y la izquierda ya no pueda comprar votos agitando el fantasma de Franco o apelando a los derechos LGTBQ+, tendrá que agarrarse al salvavidas de la lucha de clases para sobrevivir a la tormenta. La duda es si será suficiente.
La estrategia oficial de Pablo Iglesias y Pedro Sánchez pasa por el avance de una agenda dictatorial basada en el control de las instituciones con un fin: implantar una agenda comunista, carente del respeto a los derechos y libertades.
La «nueva normalidad» no será normal si es nueva. Tampoco puede ser la prolongación de la excepcionalidad basada en la declaración de una guerra, que no ha existido, a un enemigo tan invisible como letal.